El amigo Morta aborrecía las tardes lluviosas. Su careto, cuarteado por mil y un soles, no soportaba la sensación pegajosa del agua correteando por entre el bigote y amplias patillas, que componían su "personaje público".
Su arcaica, casi quijotesca figura, era bien conocida en el entorno de la Plaza Mayor de Madrid.
Sombrero mexicano en ristre,
atropellaba a todo guiri que se le ponía a tiro, cantando imposibles rancheras con acento forzadamente charro y siseantes sílabas derramadas por entre desdentadas encías.
Si había suerte, comía. En caso contrario ponía rumbo a la cocina económica con el mismo buen humor que si fuera el invitado de honor del mejor de los ágapes; siempre y cuando no lloviera, claro, porque si había algo que a Morta removiera su hostilidad, era un día de lluvia.
Su arcaica, casi quijotesca figura, era bien conocida en el entorno de la Plaza Mayor de Madrid.
Sombrero mexicano en ristre,
atropellaba a todo guiri que se le ponía a tiro, cantando imposibles rancheras con acento forzadamente charro y siseantes sílabas derramadas por entre desdentadas encías.
Si había suerte, comía. En caso contrario ponía rumbo a la cocina económica con el mismo buen humor que si fuera el invitado de honor del mejor de los ágapes; siempre y cuando no lloviera, claro, porque si había algo que a Morta removiera su hostilidad, era un día de lluvia.
Es cierto, nada cambiaba su buen humor, ni siquiera aquellos jóvenes con tan pocas ideas como pelo en el cráneo que , una tarde, patearon los soportales de la plaza hasta encontrar algo más blando donde hundir sus botazas, acabando con los pocos dientes que, a sus escasos 50 tacos, Morta conservaba. De hecho hasta les alabó el gusto (-Linda crusesita llevas, manito- les dijo, y se la tatuaron en la frente a pura cuchilla de afeitar)
A pesar de todo, Morta no tenía enemigos.
Y lo curioso es que ninguno de los que compartimos aquellos
20 metros cúbicos
de infortunio conocíamos su nombre de pila.
Pero lo que sí tenía era una innata habilidad para meterse en líos, como la vez que solicitó a dirección que le facilitaran unas chirucas y dio como nombre el de un conocido suyo, Jorge Negrete Moreno, ganándose a cambio el dudoso honor de una semana de limpieza de galería.
Morta acostumbraba a recolectar colillas, asegurando su dosis de nicotina diaria; el útimo fumado por la noche solía ser liado junto a otro para la amanecida, y a partir de ahí paseando por la Plaza Mayor cosechaba su tabaco (¡hasta de buen habano se había encontrado más de una vez!)
De modo que aquella mañana, con la cantinela de la última farra en sus oídos,
enfiló hacia la Plaza y, al ir a encender su pitillo se le escapó entre los dedos
yendo a dar al pequeño riachuelo del agua de un canalón, desapareciendo por la alcantarilla antes de que pudiera inclinarse a por él, ¡le reventaban los días de lluvia!
- ¡Leche, así no hay forma de fumar!
- ¡Y todas las colillas de hoy, mojadas!
Sus pies tropiezan con algo liviano, una pistolita de agua
¡cómo si no tuviera ya bastante de agua!
Apoyado en una columna, soportando que el repiqueteo de la lluvia haga bailar sus neuronas empapadas en vino de garrafa, juguetea con la pistola de agua, toda linda de plástico gris ella, con su taponcito y todo; ignorante de la importancia que tendrá en su vida el puñetero juguete de plástico.
Y para terminarla de joder ¡Feria Filatélica en “su” Plaza! Doble agobio, y ¿cómo había surgido todo ese tinglao sin enterarse de nada? . . .
Dando un traspiés, se internó en la selva de mirones, no sin antes lanzar su grito de guerra:
-¡Guate, aquí hay tomate!, como en el anuncio de la tele, y disponiéndose a pasar un rato de guasa.
Según se acercaba, la de la minifalda que atendía el stand del Banco de Bilbao se iba convirtiendo más en minifalda y menos en persona, así que apretando los cuatro dientes que le quedaban, y tratando de no perder el equilibirio, gritó al tiempo que sacaba del poncho sus manos, y en la derecha la pistolita:
-¡La bolsa o la vida! ¡O el talego de la comida!
Quiso la mala fortuna que el chorro de agua que salió por la pistola fuera a caer en el uniforme del guarda de seguridad que (¡cómo verlo ante tan largas piernas de mujer!) estaba hablando con la señorita.
La verdadera broma se la gastó al juez cuando, preguntado qué hubiera hecho si le llegan a dar los cuatro millones de pesetas que había en el stand, ni corto ni perezoso contestó:
-¿Qué hubiera hecho cualquiera? ¡Pues tomarme unas cañas con los amiguetes!
Dicho lo cual, partió para la cárcel de Carabanchel, que entonces era todo un poema, para cumplir la Segunda Medida de la “Gandula” (Ley de Vagos y Maleantes, concretamente)
a mayores de la causa pendiente con el Banco.
Y es que el amigo Morta aborrecía los días lluviosos, siempre se le habían hecho insufribles, y desde entonces, si hubo algo que le jodiera más que los días lluviosos, eso eran los sellos.{*}
{*}Antonio Lopez Alba, Carantoñas -inédito-
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